martes, 14 de marzo de 2017

Erizo | Capítulo 1




Capitulo 1

El encierro

Alguna vez el tupa me dijo “el mundo solo funciona a chingadazos” y lo recordaba de manera irónica mientras los custodios, justo intentaban hacer que mi voz “funcionara” a chingadazos. 

A la gente no le importa la historia que tenías antes de estar en una celda. Les importa escuchar una y otra vez las historias que solo en la cárcel podrían suceder.

Cuando tomas una decisión tan importante como la de arruinar tu vida, tienes que hacerlo con la certeza de que no hay marcha atrás, y que aunque parezca que puedes detenerte, tu perdición va a ser cada vez más inevitable.

Yo sabía que dentro de aquel bote que mi compañero de celda me vendió había tolueno, alcohol metílico, cetonas, hexano, xileno y esteres en cantidades necesarias para hacer arder todo lo que el tan preciado líquido llegara a humedecer, pero realmente en ese momento lo único que deseaba quemar eran los recuerdos de todo lo que había en mi vida antes de la cárcel, por lo que me limite a humedecer las mangas de la ropa que llevaba puesta y dirigir de inmediato el penetrante aroma del solvente industrial a mi nariz y boca.

No se sentían los chingadazos que 3 pares de botas militares pudieran darme, ni los cachazos que llegaban a mi cara cuando algún custodio sentía cansar su empeine. No me dolía saberme en prisión, porque el caos fue lo que siempre quise en mi vida.

Lo que realmente dolía, era saber que estaba ahí, ya sin la posibilidad de alguna vez regresarle al menos un chingadazo a la vida, y poder quedar con la tranquilidad y satisfacción que da no haber dejado “limpio” a tu oponente en las peleas callejeras.

Los chingadazos de la vida son los que en verdad duelen, porque de esos no te salva nadie. Por qué a la vida no le importa que tan reducido estés, ni cuantas veces supliques en el suelo un momento de piedad; a la vida no le importa que ya no puedas. Siempre va a seguir soltando chingadazos.

En el “agujero” no había luz, y a pesar de que no había agua en el retrete, de alguna manera el piso lograba estar empapado  en los tramos en los que el moho no lograba absorber el líquido.


En algún universo la soledad y el claustro resultaban una tortura.   

En el agujero pase por todas y cada una de las estaciones que conducen a la locura, porque jamás había sido tan feliz, porque por fin había logrado conciliar un sueño profundo y absoluto, y por qué no importa que tan fétido fuera el olor de aquel lugar, para mí nunca dejaría de ser un paraíso dentro de la marginación.

Sabía que cuando el “castigo” terminara se abriría la gruesa puerta de metal que separaba al agujero del resto del reclusorio y a partir de ese momento regresarían los recuerdos de lo que me trajo a este lugar, sabía que el insomnio me mataría antes que los demás reos, y a pesar de que no temía en lo absoluto a la muerte, por mera satisfacción hubiese deseado permanecer por siempre en la catacumba que representaba la celda de castigo.

Ya no se trataba de devolver los chingadazos a la vida, ni siquiera de esquivar los que me daba. Se trataba de permanecer contra las cuerdas, inconsciente de mí y del resto del mundo, sabiéndome derrotado y a la vez aliviado por saber que nada peor podría venir; pero como el intento de un golpe definitivo, se abrió la puerta y entre escalofrío y temor, entendí que en efecto, nada iba a volver a ser igual.


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Capitulo escrito por: Adrián Paredes Villanueva.

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